Soy un impostor por partida doble.
Si el síndrome del impostor hace que dudes de tu competencia profesional a pesar de la experiencia o los logros que acumules, yo tengo el dudoso mérito de poder ser un fraude en, al menos, dos disciplinas: el diseño de interfaces (vamos a llamarlo así por ahora) y el desarrollo de software.
Me cuesta considerarme un diseñador porque, a pesar de tener un máster en diseño de interfaces cuyo trabajo final fue una herramienta de soporte al diseño, publicar algún artículo sobre el tema o haber desarrollado varios proyectos de prototipado y evaluación, no me emociono con los diagramas de UX, ni creo que el design thinking sea la solución a todos los problemas de la humanidad, ni considero que cosas como el diseño colaborativo sean tan positivas, ni tengo una obsesión compulsiva hacia los post-its.
Aunque tampoco debo de ser un desarrollador como Dios manda porque no soy un enamorado de la línea de comandos, ni proclamo a gritos lo maravilloso que es Git, y supongo que voy camino de la ceguera porque no he memorizado la combinación de teclas para poner cualquier editor con el fondo oscuro. Y eso que, cuando peina canas, uno ya tiene en la mochila casi de todo: desde el diseño de modelos de datos, SQL y stored procedures, hasta algunas experiencias con los últimos frameworks JavaScript, pasando por Java, .NET o PHP.
Pero… veamos el lado positivo: tener un pie a cada lado de la frontera hace que veas las cosas con cierta perspectiva, que puedas comparar hábitos y maneras de trabajar, e incluso que puedas proponer cómo unos y otros pueden beneficiarse mutuamente de buenas prácticas y aprender de errores ajenos (que siempre es más práctico que hacerlo de los propios).